A dos metros bajo tierra (II): La ruta de la vida


Por: | 15 de noviembre de 2011
Six-feet-under

((Posible Spoiler))
Digamos que sé qué se siente al abrir la caja de un disco y ponerlo en el coche, tal y como hace Claire, la hija pequeña de la familia Fisher, la que más se desespera por la vida, la que menos entiende todo, la más artista, manifestando siempre su necesidad de encontrar un sentido a todo mínimo detalle de su entorno. Tienes el disco en la cabeza, lo has reservado para la ocasión y, ceremoniosamente, lo introduces en el reproductor. Esa música es la que has elegido para tu viaje. Es tu viaje personal e intransferible. Es tu viaje a las profundidades del alma. Allí donde soplan vientos de vida pero también se te congelan los huesos por la existencia de la muerte. Allí donde, a fin de cuentas, la vida y la muerte forman parte de la misma ruta: ambas son comienzos, ambas son finales, ambas se cruzan y confunden los caminos, te confunden, mientras configuran tu espíritu errante, te definen como persona, te muestran tal y como eres. 

Creo que es el viaje que propone una serie como A Dos Metros Bajo Tierra. Toni Castarnado y yo veníamos hablando desde hace meses de esta fantástica serie y la necesidad que sentíamos los dos de escribir sobre ella. Más allá de su calidad cinematográfica, nos pareció interesante hacerlo en La Ruta Norteamericana por sus lazos musicales, tan bien expuestos por Toni. La música, tan indispensable siempre en la buena televisión, tenía una connotación extraordinaria en A Dos Metros Bajo Tierra. Toni lo contó de forma maravillosa, y yo solo me limito ahora a detenerme en ese disco que se introduce en el coche al final del todo. Más que nada porque ese disco en ese coche, tal vez, define el espíritu de este blog, el alma de La Ruta Norteamericana. 

Six-feet-under-2Digamos que sé qué se siente al meter la marcha y arrancar. Hace tiempo que terminé de ver A Dos Metros Bajo Tierra, una serie extraña, enigmática, pero con un halo mágico. Te atrapa sin darte cuenta, mientras se suceden cosas insignificantes pero únicas. Lo cotidiano termina por convertirse en fantástico. Las relaciones con las personas que más quieres terminan por ser más difíciles e inexplicables que las que hay con los desconocidos. Los sueños terminan por ser más traicioneros que las pesadillas. La vida, en definitiva, termina por dar más miedo que la muerte.  

Recuerdo perfectamente cómo era el día que vi el último capítulo de A Dos Metros Bajo Tierra. Como en las grandes ocasiones, me había preparado. Llevaba semanas haciéndolo, a medida que caían capítulos y capítulos. Tenía la rara sensación que el final sería una especie de explosión, como cuando te aguantas las ganas de llorar y, súbitamente, humanamente, explotas. Exploté en una mañana de sábado, con un sol intenso que se colaba por los ventanales del salón, un sol casi parecido al que se aprecia en ese último capítulo. Claire había metido la marcha y arrancado el coche, y nadie tuvo que decirme que yo también estaba a punto de meter la marcha y arrancar. 

Digamos que sé qué se siente al mirar por el retrovisor y ver a la persona que quieres alejarse a pesar de que corre y corre. La misma persona que te dice que te levantes de la cama, que vela por tus sueños, es la que se aleja por ese retrovisor. Al principio, nadie está preparado para la muerte, ni siquiera en la familia Fisher que se dedicaba al negocio funerario. A Claire nadie la explicó que la muerte sería muy distinta a lo visto en las películas y oído en boca de otras personas, que acudían a la funeraria que llevaba el apellido de su padre. Pero qué más da que alguien lo hiciera, porque más importante que eso era estar preparada para la vida. Y eso sí que tuvo que aprenderlo. Eso sí que tenemos que aprenderlo. Y no se puede conducir mirando todo el tiempo por el retrovisor. No se puede. Si lo haces, acabarás estrellado, tirado en la cuneta, serás tu propio cadáver. Pero es inevitable hacerlo de vez en cuando, hacerlo por instinto en cuanto arrancas y pones la primera marcha. Recuérdalo: esa persona está corriendo hacia ti pero se aleja. Estrictamente, esa persona se aleja, y eso duele. En lo más hondo, te derrumba. Caes al vacío hasta sentir que te ahogas en un pozo de lágrimas.  

Digamos que sé qué se siente al conducir con lágrimas en los ojos. Forma parte del viaje. Todo se nubla. Claire lloraba mientras avanzaba por la carretera. Recuerdo terminar algún capítulo y quedarme sin habla, solo, aturdido con mis pensamientos. Nada se decía con puntos y comas. Al contrario, todo se sugería o flotaba en el viento. Y había que hacer un esfuerzo por captarlo. Era increíble pero cierto: A Dos Metros Bajo Tierra solía empezar cada capítulo con lágrimas. Las lágrimas que confirmaban un fallecimiento, convertido al instante en epitafio en un fondo en blanco. Siempre pensaba cuándo llegaría el puto epitafio tan esperado. Lo temía. Cuando vi el último capítulo, no había fecha para el epitafio pero lo sentía cerca. Suficiente para hacer saltar las lágrimas mientras veía ese último capítulo. Sin embargo, fue grandioso. Surgió luz del dolor. Era la culminación perfecta de A Dos Metros Bajo Tierra, era un capítulo que guardaba toda la poesía de las profundidades del alma, el epitafio perfecto para recordarte la vida, también la muerte. Comprendí con dolor que la ruta está llena de curvas, paradas, accidentes o acelerones pero siempre debe seguir su camino. De ti depende conducir en una dirección o en otra, o simplemente conducir. Aún con lágrimas en los ojos, debes agarrar el volante y poner rumbo en esa ruta. 

Como decía más arriba, me limito a detenerme en ese disco que sonaba en el coche de Claire. Es una cuestión de necesidad. Desconocía quién era Sia y su canción “Breathe me”, pero era perfecta para ese capítulo final. Esas teclas del comienzo, esa voz susurrante, ese crescendo con ese estribillo que culmina en un suplicante “Breathe me”, que podría traducirse como “respira conmigo”, “dame aliento” o incluso “háblame en voz baja”. Se me presentó como la simbiosis ideal entre el poder de A Dos Metros Bajo Tierra y el poder de la música. Cuando me encontraba en esa mañana de sábado contemplando el capítulo final, era yo quien buscaba el aliento o necesitaba esa voz baja. 
Six-feet-under-1Recuerdo un capítulo con Nate Fisher en la playa, preguntándose sobre las relaciones existentes entre la muerte y la vida. Acompañado de Brenda, leía una poesía que decía: “Todo lo que vive, vive para siempre. Sólo la cáscara, lo que perece, muere. El espíritu no tiene fin, es eterno. Inmortal”. Luego, soñaba, imaginaba o tal vez se transportaba a otra realidad donde se bañaba vestido en el mar, al ritmo de un oleaje intenso. Y, al despertar, aparecía el fantasma de su padre Nathiel para decirle: “Ya participas en el juego, te guste o no”. Todos participamos en el juego. Todos recorremos nuestra propia ruta. Me decía por teléfono Toni que todos llevamos un poco de Nate dentro de nosotros. Qué verdad. Todos llegamos en algún momento a plantarnos en la arena de la playa a preguntarnos por lo que ha sido, es y será. A reflexionar sobre la vida. Y esperamos que aparezca un fantasma para darnos una señal, o que el mar nos guíe en nuestra ceguera, o que una moto nos lleve a algún sitio por la carretera. 

Digamos que sé qué se siente al enfilar la carretera con el horizonte. Como Claire. Cuando contemplé casi sin respirar por primera vez el último capítulo de A Dos Metros Bajo Tierra, las cosas eran muy distintas a como son ahora. No hace tanto tiempo, pero lo eran. El mejor final que he visto en la historia de la televisión (Spoiler), y el cine, seguramente, me abrazó con toda su fuerza. Luz del dolor. Entendí que el viaje por la ruta de la vida, a pesar de todo lo que nos derrumba o nos da miedo, depende de nosotros. Somos conductores. Unos señalan el camino a otros y esos otros a otros. Padres a hijos, hijos a más hijos. Hermanos a hermanos. Amigos a amigos. Unos a otros. Es una ruta tan larga que no vemos el fin. Tal vez, como decía la poesía que leía Nate, porque no lo tiene. 

Digamos que sé qué se siente al abrir la caja de un disco y ponerlo en el coche, antes de partir, mirar por el retrovisor, conducir con lágrimas en los ojos y enfilar la carretera con el horizonte. Me tocó poner un disco determinado pero hoy, circunstancias de la vida, me toca poner otro. Creo que algo he aprendido de las reflexiones de Nate, Nathiel, Claire y la familia Fisher. También de quien me enseñó a conducir. Todos seguimos nuestra ruta. Y desde hace unos días me toca dar aliento, respirar en compañía y hablar en voz baja. Me toca una nueva vida tras la muerte. Como ese árbol que descansa y crece sobre la misma tierra que acoge, a dos metros bajo tierra, a las personas que nos quisieron. 

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